DOMINGO DESPUÉS DE
LA ASCENSIÓN
1°
de Junio de 2014
I
San Pedro 4: 7-11; Salmo 46: 9;
San
Juan 14: 18; 15: 26-27; 16: 1-4
Muy queridos hermanos en Cristo
Jesús:
Una
insistencia sumamente impulsora, fuerte y clara nos transmite hoy el Señor en su Palabra. Digo insistencia porque no es la primera vez,
ni será la última, en que el Señor de una u otra forma nos recuerda la absoluta
dependencia del ser humano en relación con Dios, y la consiguiente necesidad de
acudir continuamente a ÉL, especialmente, directamente por la oración, ya que
la misma es la fuente más directa para participar de su Verdad, de su
Sabiduría, de su Prudencia, de su Fortaleza, de su Amor, de su Vida misma.
Y
por ello insistamos: No nos referimos a
una piedad popular, muchas veces desorientada especialmente en Latino América,
alejada de una verdadera vida cristiana y que muchas veces llega a convertirse
en prácticas supersticiosas, alejada por lo mismo de la necesaria vida
litúrgica.
Nos
referimos a una verdadera vida de oración, que nos permite no sólo tener una
relación filial con Dios, una relación de dependencia, una relación de total
apertura a su Gracia de conversión, gracia de purificación, gracia de desapego,
gracia de muerte a uno mismo, gracia transformante, gracia hostificante, gracia
oblativa, gracia victimal.
Lo
anterior requiere que recordemos tres aspectos importantes de la oración: cuándo orar, dónde orar, cómo orar.
¿Cuándo
debemos orar? Muy queridos hermanos, no
nos dejemos engañar por la mentira de que todos nuestros actos son oración, que
cuando barremos oramos, que cuando estudiamos oramos, que cuando conducimos un
vehículo oramos, que cuando ejercemos un oficio oramos, que cuando conversamos
con alguien o damos orientación oramos.
Todo eso, aunque pueden ser buenos,
no son más que actos puramente humanos, en los cuales Dios Nuestro Señor
o no interviene para nada, o pasa a un último lugar de importancia o es incluso
manipulado como un sirviente del ser humano, no es oración, aun reconociendo
que debemos ofrecerlo al Señor.
Debemos
tener momentos específicos, exclusivos para Dios, momentos en los cuales
entramos en la más absoluta intimidad con ÉL, momentos en los cuáles no
debiéramos permitir el ser interrumpidos por nada ni por nadie.
Ciertamente
debemos orar frecuentemente durante todo el día, al principio de cada acto, en
medio de cada acto, al final de cada acto, cada hora “acordándonos de que
vivimos en la Santa Presencia de Dios”, práctica preciosa establecida en los
Colegios de los Hermanos De La Salle.
Pero eso no es suficiente, eso más bien debe ser un fruto del momento
principal del día dedicado a la absoluta intimidad con el Señor, nuestra
Oración personal diaria en horas de la madrugada, como lo hemos insistido
constantemente, y lo insistiremos cuando se imparta el Curso sobre la Oración
Oblativa.
En
segundo lugar, ¿dónde orar? Ciertamente
debemos cuidarnos de otra verdad relativa que se nos dice que debemos orar en
todas partes, lo cual es cierto pero puede llevar a equivocaciones fatales, y a
caer en una oración muy superficial.
Debemos orar en aquellos lugares que realmente nos permiten entrar en la
verdadera experiencia de Cristo Nuestro Señor, como ya lo decíamos en una
auténtica intimidad, en una auténtica, humilde y valiente apertura a la Gracia,
total apertura a las luces y mociones del Espíritu Santo. ¿Y cuáles pueden ser esos lugares? El Señor lo dice en otro lugar del Evangelio: “tú, cuando ores, entra en tu cámara y,
cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve
en lo escondido, te recompensará” (San
Mateo 6: 6). O sea, en la intimidad de
una capillita que se puede tener en la casa, y si no se tuviera, en la
intimidad de la propia habitación en la que se puede tener, en lugar de un
aparato de televisión, un altarcito que ayude a centrarse en el Señor. Pero el lugar ideal para orar es, por
supuesto, el lugar escogido directamente por el Señor, o sea el templo, ante su
Santísima Presencia Eucarística, ya que es ahí en donde cada uno puede llegar a
experimentar realmente al Señor que no sólo hablará sino que actuará,
purificará y transformará con la fuerza de su verdad y su amor el alma de quien
se postre en adoración, contemplación y desagravio ante su Divina Presencia.
Y
en tercer lugar ¿cómo orar? En este
punto podríamos decir muchísimo, tendría que ser todo un curso sobre Oración,
pero señalaré sólo algunas características que debe tener una verdadera
oración: adoración, humildad, confianza, contemplación, disciplina, obediencia
al director espiritual, disposición de vivir lo que el Señor comunique durante
la oración. Y para terminar voy a
insistir en la gran ayuda que es el proyectar la oración a todo el día con
aquello sobre lo cual continuaré insistiendo cuanto sea necesario para la Gloria
del Señor y santificación de cada uno y de todos: las Jaculatorias, “Dardos de
Amor”, con que nos unimos inseparablemente a Jesús Hostia, hasta llegar a dar
el fruto anhelado por ÉL mismo: nuestra propia hostificación, y si así nos lo
inspira y pide el Señor mismo, nuestra Oblación en su Sacrificio Perpetuo del
Altar, o incluso otro grado más en el proceso del cual venimos hablando desde
hace meses, y que en su debido momento lo trataremos sea en estas
predicaciones, sea en la dirección personal a cada uno en particular.
Queridos
hermanos y hermanas, oremos de verdad, sin egocentrismos de ninguna clase, en
profunda correspondencia de fidelidad y amor a Aquel que tanto nos ha amado que
se sigue entregando en desde el Sagrario, en y desde el Altar. Oremos, oremos, oremos, oremos, oremos,
oremos, oremos…
“¡Jesús, por Tu Espíritu soy
hostia!”
“¡Jesús, por Tu Espíritu soy hostia!”
“¡Jesús, por Tu Espíritu soy hostia!”
“¡Jesús, por Tu Espíritu soy hostia!”
“¡Jesús, por Tu Espíritu soy
hostia!”
“¡Jesús, por Tu Espíritu soy
hostia!”
“¡Jesús, por Tu Espíritu soy
hostia!”…
Pbro.
José Pablo de Jesús Tamayo Rodríguez, o.c.e.