DOMINGO DE
QUINCUAGÉSIMA
2 de Marzo 2014
I Corintios 13: 1-13;
Salmo 76: 15, 16;
Salmo 99: 1-2; San Lucas
18: 31-43
Muy queridos hermanos en Cristo Jesús:
El gran Apóstol San
Pablo, a quien también me refería el Domingo anterior, nos habla hoy muy
claramente sobre lo que debe ser la esencia de nuestra vida cristiana, sin la
cual no tendría sentido nada de lo que seamos ni hagamos: la caridad, el amor. Y nos indica algunas de las características o
frutos de esa caridad, que como ya lo hemos dicho muchas veces tiene su fuente
verdadera y única en Dios Uno y Trino.
Frutos como la paciencia, la benignidad, sincera, comprensiva, humilde,
generosa, justa.
Y esos frutos deben
darse ¿en quiénes? En los verdaderos
discípulos de Quien es el modelo perfecto del amor: “Nadie
tiene amor mayor que este de dar uno la vida por sus amigos” (San Juan 15: 13) Y Jesús se revela en la intimidad a sus
Apóstoles como Quien dará su vida por sus amigos, “los
que hacen lo que ÉL manda” (cf. Juan
15:14). Ya nos hemos referido en otras oportunidades a esos
mandatos del Señor.
Pero ahora debo
recordar uno que está muy claramente insinuado por la actitud de Jesús en el
Evangelio de este día: “Tomando aparte a los Doce” (Lucas 18: 31)
Jesús les forma en la intimidad, por tanto en la oración. ¿Para qué hacemos oración cada uno de
nosotros? Perdonen que insista en lo que
ahora voy a decir: ¿para pedirle a Dios
su perdón, su protección, la salud, la solución de problemas? ¿O bien para conocerle sinceramente y recibir
de ÉL la vida eterna: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a
Ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo” (San Juan 17: 3). ¿Seguimos diariamente el mandato del Señor de
hacer oración? ¿Y como fruto de ello
conocemos realmente a Jesucristo?...
Porque, hermanos, sólo
así seremos capaces de vivir en el Amor, practicando todas las demás virtudes
que se derivan del Corazón Amantísimo de Jesús.
Y sólo así seremos verdaderos católicos, capaces de dar testimonio de
Cristo, incluso cargando la cruz… ¡Dios mío!
¿Qué acabo de decir?: ¡cargando
la cruz! ¡Causa temor, causa en lo
íntimo de muchos rechazo, verdad! No digamos
que no, seamos sinceros. Porque muchos,
cuando he empezado a hablar de las diversas etapas del Proceso de
Eucaristización, especialmente de las que de alguna forma se refieren a
aspectos de la Cruz… Pero, ¿cuál cruz?
¿la supuesta cruz de un problemita personal? Por supuesto que no, me refiero a la única
Cruz que realmente salva, o sea la Cruz de Cristo, la Cruz en la cual ÉL nos
redimió, cruz en la cual cada uno de nosotros, si queremos ser verdaderamente
católicos, hemos de unirnos íntima, profundamente a Cristo con dos fines:
Primeramente ser
partícipes de la Salvación en Cristo. Ya
que Cristo Crucificado no es un mago que nos salvó sin nuestra aceptación, como
si fuéramos una máquina rescatada de un basurero o reciclada. ÉL es el Hijo de Dios que haciéndose Hombre
vivió la cruz para llevarnos, si lo aceptamos, a la vida eterna a la que me
refería hace un momento. ¿Y qué
significa aceptar a Cristo Crucificado en nuestras vidas? Significa vivir según su enseñanza, según su
ejemplo, y aún más, significa dar nuestro “Fiat” a imitación de María
Santísima, para que el Espíritu del mismo Señor Crucificado nos conceda el
ánimo, la humildad, el coraje para morir a nosotros mismos, a nuestras
seguridades, a nuestras comodidades, a nuestra soberbia, a nuestra envidia, a
nuestras iras, a nuestra pereza, a nuestra gula, a nuestra lujuria, a nuestra
avaricia, además de morir al mundo de
materialismo y relativismo que nos rodea.
Y debo referirme a uno
de esos pecados capitales que acabo de mencionar: la pereza, analizándola en dos de sus
aspectos: la pereza espiritual, que nos
impide crecer espiritualmente e igualmente nos impide continuar seriamente
nuestra formación en las cosas que se refieren al Señor, y que por tanto pone
en riesgo nuestra salvación, y por otro
lado la pereza apostólica, unida al egoísmo y a la cobardía para dar testimonio
de Jesús en todo momento, lugar y circunstancia. Y pongo un caso muy concreto: ¿cómo estamos viviendo la Liturgia? ¿Tratamos de conocer y formarnos cada día
mejor en lo que se refiere a la experiencia de Cristo en la celebración de su
Sacrificio Perpetuo? ¿Le visitamos en el
Sagrario cada día para adorarle y desagraviarle? ¿Nos dejamos transformar cada día más en ÉL
al recibirle en la Sagrada Comunión?
¿Somos apóstoles eucarísticos de Jesús, o pensamos que es algo sin
importancia, o sólo invento de un Sacerdote, que no es algo pedido realmente
por Jesús mismo? Porque este apostolado
eucarístico es el segundo fin de nuestra intimidad con el Señor, al que me
refería anteriormente.
Y si nos referimos a
otros aspectos de nuestras vidas de cada día, ¿reflejamos a Cristo por nuestra
manera de vestir, no sólo cuando participamos en la Santa Misa, sino en todo
momento y circunstancia, no conforme a las costumbres y comodidades del mundo
pagano, sino conforme a la plena dignidad de un templo vivo de Cristo, que
lleva siempre en sí ese reflejo de santidad, de dignidad, de pureza?
¿Reflejamos a Cristo
por nuestra manera de pensar y de hablar, sin importar dónde, con quiénes
estemos, qué actividad se esté realizando?
¿En qué invertimos
nuestro tiempo y cómo lo utilizamos, cómo realizamos nuestras diversas
actividades? ¿Cómo si fuera un
cualquiera, a quien no le importa condenarse?
¿O como un verdadero discípulo y templo vivo de Cristo?
¿Cómo vemos y
reaccionamos ante las diversas circunstancias que se nos van presentando en la
vida? ¿Las vemos bajo una mirada
soberbia, puramente humana y temporalista?
¿O las vemos e interpretamos bajo la mirada de Cristo, dejándonos
inspirar y guiar por su Santo Espíritu, para descubrir en cada una de ellas la
Providencia Divina y Amorosa del Padre Celestial, que no nos acepta ni nos ve
si no es en Cristo Crucificado, para llevarnos personal y eclesialmente a su
Reino?
Muy queridos hermanos,
dentro de tres días, el Miércoles de Ceniza,
estaremos dando inicio una vez más a un tiempo de misericordia al cual
no se puede acceder si no es a través de la sincera y decidida conversión así
como de la práctica de la penitencia, tanto acercándonos al Sacramento de la
Confesión como viviendo la muerte a nosotros mismos que he recordado hace unos
momentos. Que al llegar la Semana Santa,
especialmente el Triduo Santo, no sea para nadie un deseo de ver espectáculos,
sino la voluntad decidida de aceptar en nuestras vidas la Cruz de Cristo, la
Cruz de la muerte a nosotros mismos y continuar transformándonos cada vez más
en Cristo, la Cruz del Discipulado y el Testimonio. Que el fruto precioso de este tiempo de
Cuaresma sea que cada uno se transforme en Cristo, así como también que Cristo sea anunciado siempre y en todo
lugar, para que no sólo haya paz y progreso en el mundo, sino que Cristo sea
proclamado Rey en los hogares, Cristo Rey en las Escuelas, Cristo Rey en los
Colegios, Cristo Rey en el Ministerio de Educación Pública, Cristo Rey en Casa
Presidencial, Cristo Rey en los Hospitales y Clínicas, Cristo Rey en los
estadios y plazas de deportes, Cristo Rey en todo tipo de vehículos, Cristo Rey
en las calles, carreteras y caminos,
Cristo Rey en los diversos Medios de Comunicación Social, Cristo Rey en
pobres y ricos, Cristo Rey en patronos y obreros, Cristo Rey en profesionales y
campesinos, Cristo Rey en Obispos y Sacerdotes, Cristo Rey en niños y ancianos,
Cristo Rey ayer, hoy y siempre.
Pero recordemos que
Cristo no va a reinar porque demos limosnas, o porque nosotros hagamos grandes
cosas y/o empresas, Cristo no va a reinar ni siquiera por Liturgias muy
vistosas y alegres, Cristo reinará en y desde la Cruz. Y es en y desde la Cruz que nosotros podremos
llegar a ser verdaderamente conformes a la Verdad, al Amor que Dios Uno y Trino
tiene para cada uno. ¿Qué queremos? ¿lo fácil, lo cómodo, lo honroso, lo
corrupto, lo pasajero y falso que el mundo nos ofrece? ¿O la cruz de Jesús que nos llevará a la Vida
Eterna? En oración ante el Sagrario, en
cruz orada y vivida en el Altar, démosle cada uno nuestra respuesta al
Señor. Y así podamos un día decir como
San Pablo:
“Por esta causa sufro, pero
no me avergüenzo,
porque sé a quién me he
confiado,
y estoy seguro de que puede
guardar
mi depósito para aquel día”
(II Timoteo 1: 12)
Pbro. José Pablo de Jesús Tamayo Rodríguez,
o.c.e.