Jesús es el sembrador de la Fe

DOMINGO DE SEXAGÉSIMA

23 de Febrero de 2014


II Corintios 11: 19-33, 12: 1-9;  Salmo 82: 19 y 14,
Salmo 59: 4 y 6;  San Lucas 8: 4-15




Muy queridos hermanos en Cristo:

Hoy, la Iglesia pone su atención en un primer momento en quien personalmente me alegro por ser además de Gran Apóstol de las Gentes, mi patrono personal, San Pablo, y como se han dado cuenta, se le invoca en la Oración Colecta del día, ello por el gran ejemplo que nos da a todos, sin diferencia de estado ni de condiciones de vida.
En primer lugar reconoce con sinceridad que él por sí solo no tiene mérito alguno, pero al mismo tiempo reconoce la obra que el Señor ha hecho en él, permitiéndole hacer el esfuerzo por salir del error en que vivía con muy buena fe en medio de los engaños de los Sacerdotes de aquel tiempo, apegados a leyes inventadas por ellos mismos y a la corrupción de los intereses materialistas del mundo.

Reconoce también todas las dificultades, contradicciones y persecuciones que con la fuerza que le da el Señor ha tenido que enfrentar durante tanto tiempo, especialmente de parte de falsos hermanos, insistiendo en que todo el mérito es del Señor, enfocándose por tanto en lo que es la misión de la Iglesia: implantar el Reino de Cristo en el corazón de todos aquellos a quienes ha tenido que “kerygmatizar”.  Porque eso es lo que ha hecho San Pablo en toda su vida: transformarse cada vez más en Cristo y al mismo tiempo llevar su mensaje por todas partes, sin temor de las consecuencias.  En otras palabras, San Pablo es de aquellos a los que Cristo mismo se refiere en el Evangelio al explicar la parábola del sembrador, la semilla que ha caído en buena tierra.

Ahora debemos preguntarnos:  en el caso de cada uno de nosotros: 
¿qué clase de tierra hemos sido al acoger la semilla del Sembrador que es Cristo mismo desde su Sacrificio Eucarístico que nos aplicamos cada vez que participamos en la Santa Misa y la Sagrada Comunión? 

Vienen entonces otras preguntas muy necesarias en estos momentos: 
¿Cómo participamos en cada Santa Misa? 
¿La consideramos como dicen los falsos maestros como celebración del Misterio Pascual, con carácter de fiesta? 
¿O la consideramos como algo que nosotros debemos ofrecer a Dios?
¿O la consideramos como enseña el verdadero Magisterio de la Iglesia, el Sacrificio Perpetuo del Señor que nos salva, o sea que nos ofrece no sólo el perdón sino también la fuerza para como San Pablo convertirnos en sus fieles Discípulos y Testigos ante el mundo? 

¿Y participamos en ella uniéndonos al Sacerdote para vivir el Acto Divino del Único Sumo y Eterno Sacerdote, Cristo Nuestro Señor? 
¿Cómo lo recibimos en la Sagrada Comunión? 
¿O estamos como simples espectadores?  
¿O como verdaderos partícipes que al recibirlo con la mayor frecuencia posible, no sólo los domingos o en algunas ocasiones, nos hacemos partícipes de su Sacrificio para asumir su Salvación en todos los aspectos de nuestra vida al mismo tiempo que nos convertimos en sus Testigos, sin importar las privaciones, cansancios, incomprensiones, soledades, persecuciones que puedan sobrevenirnos por ser uno en Cristo para la Gloria de Dios Uno y Trino y la salvación de la humanidad?
Y como consecuencia de lo anterior ¿rechazamos todas las situaciones del mundo, aun las más sutiles, que nos pueden hacer perder la Gracia Santificante para alejarnos del Señor, lo que nos llevaría a vivir superficialmente y sin fruto el Sacrificio Perpetuo del Señor?

Y voy a decir, como mi Santo Patrono, una locura:  Como este servidor ¿vivimos la alegría de la cruz del Señor, en y desde el Altar del Sacrificio, proyectándola a toda la vida privada y pública, espiritual, moral, familiar,  comunitaria, eclesial, apostólica, social, profesional, educativa, política?

Todo lo anterior me permite hacer referencia directa al Carisma de Opus Cordis Eucharistici:  Carisma de “Victimación Vicarial”, que podemos decir fue lo que San Pablo en realidad vivió hasta culminar en su martirio por Cristo, que le permitió escribir, inspirado por el Espíritu Santo: 
                              “Estoy crucificado con Cristo”  (Gálatas 2: 19);
ó “Llevo en mi cuerpo las señales del Señor Jesús” (Gálatas 6: 17); 
ó  “Jamás me gloriaré a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” 
(Gálatas 6: 14);
ó “Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia”  
(Colosenses 1: 24);  y que luego le permite exhortarnos a todos escribiendo:  
“Os ruego, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva, santa, grata a Dios; éste es vuestro culto racional.”  (Romanos 12: 1). 
No hay mucho que explicar sobre ello.  Lo mejor es vivirlo como María Santísima: “Hágase en mí según tu Palabra”  (Lucas 1: 38), imitando a San Pablo que vivió todo lo que vivió en la oscura luminosidad del Riesgo de la Fe:  “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí.  Y aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí:  No desecho la gracia de Dios”  
(Gálatas 2: 20-21)

Muy queridos hermanos, ¿cómo ha caído la semilla de la vida en Cristo en cada uno de nosotros?  ¿A lo largo del camino?... ¿ó sobre peñas?...  ¿ó entre espinas?... ¿ó en buena tierra?

Que no pase de hoy el que encontremos la respuesta sincera, humilde y valiente a esas preguntas, con el fin de que nuestras vidas, nuestra Obra Litúrgico – Eucarística, la Iglesia, sean capaces de responder al llamado que el Señor nos hace a todos y cada uno en este tiempo, para que viviendo la Cruz de Cristo, como San Pablo, renovemos el mundo de una manera verdaderamente cristiana, santa, sencilla, instaurando en el tiempo y el espacio el Reino de Cristo, de Cristo Crucificado, eucarísticamente Victimado, pero precisamente desde la Cruz Señor del Universo.

“Se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz…
para que al Nombre de Jesús doble la rodilla
todo cuanto hay en los cielos, en la tierra
y en las regiones subterráneas,
y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor
para gloria de Dios Padre.”
(Filipenses 2: 8 y 10-11)

¡Así sea!

Pbro. José Pablo de Jesús Tamayo Rodríguez, o.c.e.