Domingo 2° de Adviento 2015

              

                                                         
6 de Diciembre de 2015

                                                            Romanos 15:4-13;  Salmo 49:2,3,5;
                                                         Salmo 121:1;  San Mateo 11:2-10


Muy Queridos Hermanos en Cristo Jesús:

En primer lugar hoy debemos recordar el motivo principal por el cual Nuestro Señor Jesucristo realiza los milagros, no solamente en aquel momento sino desde aquel tiempo y todavía ahora y en el futuro.  Muchos dirán o pensarán que es sólo por misericordia, para solucionar circunstancias difíciles en la vida del ser humano.  Ciertamente las soluciona con cualquier milagro que ÉL hace.  Sin embargo hay otro motivo mucho más importante y trascendental para los milagros, y es que con cada uno de ellos el Señor demuestra que ÉL es Dios, y que sólo en ÉL, Dios y Hombre, tiene el ser humano el perdón de sus pecados y la salvación, sólo en ÉL el ser humano puede alcanzar la misericordia de Dios.  Por eso es muy importante que más que centrarnos en los milagros, procuremos dos frutos de esto: por un lado la necesidad de conocer cada vez más y mejor todo el misterio de Cristo, y por otro lado el vivir y aplicarnos a nosotros mismos y al prójimo el valor propiciatorio de su Santo Sacrificio.

Debemos insistir:  Cristo ciertamente es Fuente, es Centro, es Cumbre de la vida de la Iglesia.  Pero también lo es de su misión. 

Fuente, Centro, Cumbre de la vida de la Iglesia, y por tanto de cada uno de los Fieles, desde el Sumo Pontífice hasta el último que acaba de ser bautizado en cualquier parte del mundo.  Si uno solo de los Fieles no vive realmente “en” Jesús, esa persona o está muerta o está débil espiritualmente, y debilita consiguientemente a todo el cuerpo de la Iglesia. 

En cambio, si uno solo de los Fieles sí vive realmente “en” Jesús, esa persona demuestra que vive en Gracia, que vive en santidad, que es fiel a la persona, al misterio de Jesús,  y es fiel a su Doctrina, y fortalece y santifica a todo el cuerpo de la Iglesia.

Fuente, Centro, Cumbre de la misión de la Iglesia, y por tanto de la misión de cada uno de los Fieles…Y la verdadera misión es el Kérygma, que no es un simple anuncio, sino que es más que el anuncio, es la comunicación, la entrega de lo que uno mismo vive: la “vida en Jesús”,  la “perpetua vida en Gracia”.  Vida en Jesús, vida en Gracia.  ¡Qué urgente y necesario es insistir hoy día en esto.  Considero que este debe ser nuestro esfuerzo, el esfuerzo de cada uno, muy concretamente durante este Adviento que estamos viviendo.

Pero debo volver a preguntar:  ¿Qué es el Adviento?  ¿Es tiempo de fiesta y orgías mundanas?  ¿Tiempo del materialismo de los regalos entre seres humanos que se centran en sí mismos, aparentemente en el prójimo?  ¿Tiempo de olvidarse de la trascendencia de la vida humana para centrarse en la alegría pasajera de esta época del año que se va y del que viene?  ¿Tiempo para dejar olvidado a Jesús en su soledad de los Sagrarios?  ¿Tiempo para celebrar a la carrera la Sagrada Liturgia de la Santa Misa mientras se le da tiempo de sobra a las actividades festivas y superficiales del mundo materialista?   ¿Tiempo para preocuparse de manera muy especial por la paz del mundo en general?  Por supuesto que el Adviento no es nada de eso…“Han curado el quebranto de mi pueblo a la ligera, diciendo: ‘¡paz, paz!’, cuando no había paz” (Jeremías 6:14);  “¡Ay, Señor Yahveh! ¡Cómo embaucaste a este pueblo y a Jerusalén diciendo: ‘Paz tendréis’, y ha penetrado la espada hasta el alma!”  (Jeremías 4:10).

Debo insistir, el Adviento es tiempo de preparación para que, recibiendo, fortaleciendo y acrecentando la Gracia del Señor a través del Sacramento de la Confesión periódica y frecuente y del Santo Sacrificio de la Misa dominical e incluso entre semana, seamos capaces de “vivir en Jesús”.

Pero esa vivencia del Adviento, para que sea realmente esa preparación eficaz, debe tener ciertas características que Jesús mismo nos señala a lo largo de todo el Evangelio, pero hoy sólo voy a insistir en una de ellas, y que Jesús nos muestra en la persona de Juan el Bautista: el alejamiento del espíritu de mundo y de todas sus actividades vanas, no sólo de esta época, sino de todo momento.  Y ese alejamiento conlleva la práctica de una virtud muy necesaria en toda vida cristiana:  la mortificación de los sentidos:  mortificación de la lengua, no hablando lo que no es necesario, hablando lo que es necesario no con lenguaje mundano, sino con lenguaje impregnado de Cristo; mortificación del oído no escuchando lo inconveniente, y lo que sí es necesario escuchar, escucharlo con atención, sin distracciones voluntarias;  mortificación de la vista no viendo lo que no es conveniente ni lo innecesario;  mortificación del gusto no comiendo lo que no es necesario ni lo que es nocivo a la salud;  mortificación de las manos no tocando lo que no es conveniente ni lo ajeno;  mortificación de los pies no yendo a donde no se debe;  mortificación del cuerpo negándose a las modas inmorales del momento, vistiendo decorosamente;  mortificación de los pensamientos y afectos no dándoles rienda suelta;  mortificación de la propia voluntad no satisfaciendo los caprichos personales, buscando siempre cumplir sólo la Santísima Voluntad del Señor.  

Y así seremos realmente cristianos auténticos, capaces de vivir la Navidad no con el espíritu del mundo comercial y materialista, sino con el Espíritu de Cristo, capaces de “vivir perpetuamente en Gracia”, enfrentando la realidad de la vida desde la Cruz del Señor, dando testimonio de Jesús, preparando como Juan el Bautista los caminos del Señor para que ÉL llegue a reinar en el corazón de todo ser humano, en todo el mundo, ahora y siempre.  Así  viviremos la auténtica Navidad, en vistas no sólo al tiempo que se avecina, sino también en vistas a la eternidad que no debemos olvidar nunca:  “Viviendo en Jesús” durante este tiempo, no somos del tiempo sino que somos de la eternidad.   Así sea.

                                                                                                           Pbro. José Pablo de Jesús, o.c.e.