DOMINGO 4° DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
21 de Junio de 2015
Epístola: Romanos
8:18-23; Salmo 78:9-10;
Salmo 9:5,10;
Evangelio: San Lucas 5:1-11
Muy Queridos Hermanos en Cristo
Jesús:
El Domingo anterior la Palabra del Señor
nos recordaba una realidad que no se puede olvidar y que debe tenerse muy
presente siempre, sin darle la importancia que no tiene pero repito sin
olvidarla ni negarla porque ciertamente es una realidad. Me refiero al principal enemigo del ser
humano, que evidentemente es el demonio, a cuya actividad nos referíamos y
hemos de volver a hacerlo cuando sea voluntad del Señor.
Y hoy nos insiste el Apóstol San Pablo
sobre otros aspectos de la vida del cristiano en estos momentos, cuando nos
dice:
“Tengo
por cierto que los padecimientos del
tiempo presente no son comparables con la gloria que ha de manifestarse en
nosotros” (Romanos 8:18).
Primeramente se refiere el Apóstol a
otro de los enemigos del ser humano: los
padecimientos del tiempo presente, o sea la experiencia que todo ser humano
tiene de las consecuencias del pecado, tanto el pecado original que todos
heredamos como de todos y cada uno de los pecados, graves y/o veniales, que
cometemos durante nuestra vida mortal.
¿Cómo enfrentamos esas
consecuencias? ¿Las enfrentamos con
angustia, o con desesperación, o con cólera, o desconfiando de la
salvación? ¿Nos llevan así a
enfrentarnos soberbiamente a Dios? ¿Y a
ser violentos con el prójimo? En esos casos esas consecuencias nos servirían
para mayor castigo…
¿O las enfrentamos con paciencia, con
humildad, con prudencia, con sabiduría, con confianza en la Justicia y la
Misericordia del Señor? ¿Y como fruto de
ello ofrecemos esos sufrimientos en unión con la Cruz de Nuestro Señor
Jesucristo para nuestra propia purificación y del prójimo? ¿Nos sirven entonces para vivir en una
continua relación de humildad, de dependencia, de adoración, de agradecimiento
y de compromiso con Dios? ¿Y somos así
apóstoles de la Justicia y la Misericordia Divinas.
Lo anterior, queridos hermanos, nos pone
frente a otro de los aspectos importantes señalados por el Apóstol, cuando se
refiere a que esos padecimientos no son nada en comparación con la Gloria
venidera: toda esa experiencia de
Justicia y Misericordia Divinas nos enfrenta a la trascendencia de nuestras
vidas, estamos llamados a participar del Reino Eterno de Dios Uno y Trino. Los padecimientos no deben ser ocasión de
perdición sino de salvación. Por eso
hemos de recordar aquellas fuertes y sublimes palabras de Jesús mismo:
“En
verdad, en verdad, os digo que lloraréis y os lamentaréis, y el mundo se
alegrará; vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se volverá en gozo…
Vosotros, pues, ahora tenéis tristeza; pero de nuevo os veré, y se alegrará
vuestro corazón, y nadie será capaz de quitaros vuestra alegría.” (San Juan 16:20 y 22).
El verdadero cristiano, discípulo de
Cristo, sabe, está seguro de lo que le espera, dependiendo de su fidelidad y correspondencia
a Cristo Nuestro Señor, y practicando la virtud de la Esperanza vive con
auténtica y sincera responsabilidad.
Y un tercer aspecto que nos señala el
Apóstol: ¿a quién se refiere todo lo
anterior? ¿A toda la humanidad? ¿O a algún grupo indeterminado de
personas? ¿O a todos los cristianos, sin
importar la forma en que están viviendo?
Ciertamente que no, hermanos… Se refiere concretamente a nosotros, los
que hacemos el esfuerzo no sólo por vivir en gracia, sino que nos esforzamos
por imitar y acompañar a Nuestra Señora del Fiat, descubriendo y cumpliendo
constantemente la Voluntad Santísima del Señor.
Y mucho más concretamente a nosotros, que viviendo el esfuerzo de ser
fieles a la Tradición de la Iglesia, hemos aceptado algo más profundo y, aunque
comprometedor, precioso, transformante, santificador, sublime…: nuestra
vocación a ser “Fieles Hostia”…
¿Por qué me refiero a nuestra vocación a
la “hostificación”? Precisamente por
aquello a lo que se refiere el Evangelio que también escuchábamos hace un
momento, a través del cual, primeramente a los Apóstoles, pero también ahora en
este momento a nosotros, nos llama a vivir la experiencia de todo un proceso de
transformación: en un primer momento, el
Señor nos deja que descubramos como los Apóstoles que por nosotros solos no
somos capaces de ningún fruto ni de santidad ni de “pesca”... Debemos
postrarnos consciente y humildemente ante el señor: de pronto toda la vida hemos pretendido ser
buenos, ser perfectos, tener siempre nosotros la razón en todo y que los demás
nos vean así. Y sólo cuando comenzamos a adorar
“en
espíritu y en verdad” (cf. San Juan 4:23),
con todo nuestro ser, seremos capaces de
ver y proclamar, como María Santísima, (Cf.
San Lucas 1:46-49) las maravillas que hace el Señor en nosotros y a través
nuestro en el prójimo, en la sociedad, en el mundo creado, un fruto, unas
maravillas que sobrepasan nuestras capacidades individuales y nos impulsan a
vivir y trabajar en verdadero espíritu de Iglesia, colaborando con la Jerarquía
fiel no tanto en acciones de beneficencia social y temporalistas, sino muy
concretamente en el establecimiento del Reino de Jesucristo en las personas, en
las familias, en las instituciones eclesiásticas, en las instituciones
gubenamentales y civiles, en las industrias y comercios, en la agricultura, en
los organismos nacionales e internacionales, en la cultura y educación, en el
deporte…
¿Por qué lo que acabo de decir e
insistir? Porque el Señor también a
nosotros nos llama a dejar todo apego a cosas, a personas, a nuestro propio
egoísmo y supuesta seguridad, para que olvidándonos de superficialidades, de
tibiezas, de temores, de proyectos pasajeros y materialistas, aunque buenos,
podamos también escuchar al Señor que nos dice de una manera apremiante,
penetrante, impulsora:
“De
hoy en adelante serás pescador de hombres”
(San Lucas 5:10),
dándonos a entender que hemos de vivir
en Jesús, que hemos de implantar a Jesús en todos los ambientes, en todas las
circunstancias, en todas las actividades, en toda la vida de la Iglesia, de la
sociedad, del mundo, sin importarnos lo que pase o lo que digan, ya que lo
material, lo temporal, pasarán, en cambio el reino de Dios Uno y Trino es y
será por toda la eternidad. ¡Gloria a
Dios Uno y Trino en el tiempo y la eternidad!
¡Gloria a Dios Uno y Trino en el espacio y el universo! ¡Gloria al Dios que es Justo! ¡Gloria al Dios que es Misericordia! ¡Gloria al Dios que es Infinito! ¡Gloria al Dios que es Santo, Santo, Santo! Gloria al Dios que siendo Uno, es
Comunión! ¡Gloria al Dios que siendo
Hostia, es Rey! ¡Gloria al Dios que
estando prisionero en nuestros Sagrarios, es Camino, Verdad y Vida! ¡Gloria al Dios que siendo Víctima en la
Cruz, nos da la Victoria definitiva y Eterna!
Pbro.
José Pablo de Jesús, o.c.e.