2 de Abril de 2015
I Corintios 11:20-32;
Filipenses 2: 8-9;
San Juan 13:1-15
Muy
queridos hermanos en Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote:
Primero
que todo, considero que debemos fortalecer nuestra actitud de adoración y
agradecimiento por los dos grandes dones que el Señor en este sublime día del
Jueves Santo le ha dejado a la Santa Iglesia:
Eucaristía y Sacerdocio. Adoración
porque ambos Sacramentos son parte del Misterio Salvífico de Dios que es Verdad
y Amor. Agradecimiento porque el ser
humano, sin mérito alguno de su parte, es el beneficiario directo de todos y
cada uno de los Sacramentos que el Señor le ha dado a la Iglesia, y muy
especialmente estos dos que son los más sublimes, sin los cuales me atrevo a
decir que la Iglesia no tendría razón de ser.
La Eucaristía ya que es Jesús mismo, Presente, Sacrificio Actual y
Perenne, Alimento de Vida Eterna. El
Sacerdocio ya que es la más plena transformación del hombre elegido por el
Señor en sí mismo para servir a Dios y a los hombres en lo que se refiere a
Dios (cf. Hebreos 5:1-4)
Y
ahora he de hacer énfasis en los aspectos
que acabo de señalar. La
Eucaristía es Jesús Presente. Presente
en nuestros Sagrarios, que siendo eso, lugar de permanencia personal, real,
cuerpo, sangre, alma y divinidad, centro de la vida de la Iglesia, debe ocupar
incluso el centro físico del Presbiterio del Templo, como muy bien lo señala
S.S. el Papa Emérito Benedicto XVI en su Exhortación Apostólica “Sacramentum Caritatis”
al decir: “Es necesario que el lugar en
que se conservan las especies eucarísticas sea identificado fácilmente por
cualquiera que entre en la iglesia, gracias también a la lamparilla encendida…
y el Sagrario está en el altar mayor, conviene seguir usando dicha estructura
para la conservación y adoración de la Eucaristía,… En las iglesias nuevas… es
preferible poner el sagrario en el presbiterio, suficientemente alto, en el
centro del ábside.” (S.C. # 69). No nos olvidemos por tanto de ello: visitémosle
siempre que podamos, adorémosle, desagraviémosle, hagamos la genuflexión cada
vez que pasemos delante de ÉL.
La
Eucaristía es Sacrificio Actual. Ya lo
hemos dicho muchas veces, pero nunca será suficiente. La Santa Misa no es banquete, no es acto
simplemente humano. La Santa Misa es el
Acto del Señor que lo realiza siempre en su Sacerdocio perpetuado en la Iglesia
como Sacrificio Actual, como su Sacrificio Propiciatorio por los pecados de
todos y cada uno de nosotros.
Así es
como nos dice el Sacrosanto Concilio de Trento, cuando nos habla de la
“Doctrina sobre el Santísimo Sacrificio de
la Misa, en la Sesión XXII del 17 de Septiembre de 1562:
Cap. 2. [El sacrificio visible es
propiciatorio por los vivos y por los difuntos]
Y porque en este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la cruz [Hebr. 9, 27] ; enseña el santo Concilio que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio [Can. 3], y que por él sé cumple que, si con corazón verdadero y recta fe, con temor y reverencia, contritos y penitentes nos acercamos a Dios, conseguimos misericordia y hallamos gracia en el auxilio oportuno [Hebr. 4, 16]. Pues aplacado el Señor por la oblación de este sacrificio, concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona los crímenes y pecados, por grandes que sean. Una sola y la misma es, en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, siendo sólo distinta la manera de ofrecerse. Los frutos de esta oblación suya (de la cruenta, decimos), ubérrimamente se perciben por medio de esta incruenta: tan lejos está que a aquélla se menoscabe por ésta en manera alguna [Can. 4]. Por eso, no sólo se ofrece legítimamente, conforme a la tradición de los Apóstoles, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles vivos, sino también por los difuntos en Cristo, no purgados todavía plenamente [Can. 3].”
Y porque en este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la cruz [Hebr. 9, 27] ; enseña el santo Concilio que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio [Can. 3], y que por él sé cumple que, si con corazón verdadero y recta fe, con temor y reverencia, contritos y penitentes nos acercamos a Dios, conseguimos misericordia y hallamos gracia en el auxilio oportuno [Hebr. 4, 16]. Pues aplacado el Señor por la oblación de este sacrificio, concediendo la gracia y el don de la penitencia, perdona los crímenes y pecados, por grandes que sean. Una sola y la misma es, en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, siendo sólo distinta la manera de ofrecerse. Los frutos de esta oblación suya (de la cruenta, decimos), ubérrimamente se perciben por medio de esta incruenta: tan lejos está que a aquélla se menoscabe por ésta en manera alguna [Can. 4]. Por eso, no sólo se ofrece legítimamente, conforme a la tradición de los Apóstoles, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles vivos, sino también por los difuntos en Cristo, no purgados todavía plenamente [Can. 3].”
Y por ello establece los siguientes cánones,
con carácter definitorio y obligatorio:
“Can. 1. Si alguno dijere que en el sacrificio de la Misa no se
ofrece a Dios un verdadero y propio sacrificio, o que el ofrecerlo no es otra
cosa que dársenos a comer Cristo, sea anatema [938].
Can. 2. Si alguno dijere que con las palabras: Haced esto en 949 memoria mía [Le. 22; 19; 1 Cor. 11, 24], Cristo no instituyó sacerdotes a sus Apóstoles, o que no les ordenó que ellos y los otros sacerdotes ofrecieran su cuerpo y su sangre, sea anatema [cf. 938].
Can. 3. Si alguno dijere que el sacrificio de la Misa sólo 950 es de alabanza y de acción de gracias, o mera conmemoración del sacrificio cumplido en la cruz, pero no propiciatorio; o que sólo aprovecha al que lo recibe; y que no debe ser ofrecido por los vivos y los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades, sea anatema [cf. 940].”
No pretendamos entonces asistir a fiestas o a
banquetes, o a recordatorios en memoria de nadie, ni siquiera a un recordatorio
de la Pasión de Nuestro Señor, sino a su verdadero y actual Sacrificio, ya que
es Cristo mismo, en la persona del Sacerdote, quien se sacrifica por nuestros
pecados para que seamos perdonados, transformados, santificados , plenificados
en la vida según Dios en Cristo mismo.
La Eucaristía es Alimento de Vida Eterna. Precisamente por lo que acabo de decir, como
fruto del Sacrificio Actual de Cristo, se nos libera de la esclavitud del
demonio y del pecado, se nos otorga la Sabiduría de Dios para que seamos
capaces de conocer su Santísima Voluntad para con cada uno y así podamos
cumplir aquel anhelo de Jesús que, por favor, no podemos, no debemos olvidar
nunca:
“Padre Santo, guarda en tu nombre a estos que me has dado,
para que sea uno como nosotros… para que todos sea uno, como tú, Padre, estás
en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que
tú me has enviado” (San Juan 17:11 y
21).
Porque la Vida Eterna no nos remite sólo al
futuro, sino que ha de vivirse desde ahora.
Quien pretenda vivir una religión fácil, complaciente en el presente
porque lo de Dios es para el futuro eterno, se equivoca. Quien pretenda
confesarse y arrepentirse cuando le llegue la muerte, se pone en serio peligro
de condenación eterna. El verdadero
cristiano debe esforzarse por vivir en el “camino estrecho” de la verdadera
vida cristiana que es sinónimo de compromiso por alcanzar la santidad que no es
otra cosa que una humilde y valiente actitud de sumergimiento en el Misterio
Sublime, Insondable, Eternamente Presente, del Dios que es Verdad y Amor. Misterio que no se logra entender pero sí se
logra vivir sólo en Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, Eucaristía perfecta, o sea
Presencia, Sacrificio, Alimento.
Y sobre el Sacerdocio, al cual también me
refería al principio. Se insinúan tres
aspectos al respecto: En primer lugar el
Sacerdocio es elección exclusiva de Dios, no somos los hombres quienes lo
elegimos como si fuera una profesión más, es Dios quien, sin mérito de nuestra
parte, nos llama y elige por el ministerio de la Santa Iglesia para hacer de
cada uno de nosotros no sólo un “alter
Christus”, sino un verdadro “ipsus Christus”, lo cual da a entender que nos
aparta del mundo para transformarnos y sumergirnos totalmente en el Misterio
del Hijo de Dios e Hijo del Hombre, que se sacrifica sobre el Altar en
cada Misa para ser propiciación por los
pecados de quienes se unen a ese sacrificio, viviéndolo en unión con el
Sacerdote que lo celebra, que lo realiza.
Y lo anterior nos lleva de manera lógica a lo
segundo: el Sacerdocio católico es radicalmente, eternamente el servicio
directo, total, santo, a Dios, y no de cualquier manera ni inventado por hombre
alguno, sino litúrgicamente según la manera que Dios mismo ha establecido desde
siempre y que nadie tiene derecho de cambiar, manera en la cual la Iglesia la
celebra desde los Apóstoles, y que bajo la luz del Espíritu Santo y sin cambiar
nada de lo divinamente enseñado se fue aclarando y practicando para quedar
definitivamente establecido en el citado Concilio de Trento. Por eso no es
original de dicho Concilio, sino de Dios mismo desde la época de los
Apóstoles. Y este servicio litúrgico se
realiza muy especialmente aunque no solamente en la Santa Misa, sino que se
extiende a toda la actividad litúrgica que constantemente desarrolla la
Iglesia, incluyendo el rezo de cada hora, o sea el Breviario, servicio a Dios,
servicio a la Iglesia.
Y teniendo en cuenta así mismo lo anterior, es
de esa misma manera que el Sacerdote realiza lo tercero, el servicio a los
hombres en lo que se refiere a Dios. Es a
través de la correcta participación en la Liturgia, la participación y la
recepción de los Sacramentos, la unión en la Oración litúrgica de los
Sacerdotes como los seglares pueden llegar a Dios, y logran así dos aspectos
esenciales de su propia vida: su propia inserción en Cristo para llegar a la
santidad en el propio estado de vida, y al mismo tiempo su colaboración en el
apostolado que ha de realizarse como Cuerpo Místico de Cristo.
En este punto conviene que recordemos la
necesidad de evitar el doble error de secularizar al Clero y clericalizar al
laicado. Se seculariza al clero cuando
los Sacerdotes asumen funciones que corresponden al laicado, como puede ser la
labor de asistencia social, que aunque debe darse no es primordial en la vida y
misión de la Iglesia, y le corresponde más bien al laicado orientado y animado
por la Jerarquía, colaborando con las diversas instituciones que para ello debe
tener la sociedad civil no sólo como asistencia de necesidades temporales sino como
verdadera promoción temporal del ser humano hacia la plenitud temporal y eterna
en Cristo. Y se clericaliza al laicado
cuando se le atribuyen funciones exclusivas del Sacerdote, especialmente en la
Liturgia, que sí es primordial en la vida de la Iglesia, como puede ser la
función de Lectores de la Palabra de Dios en la Santa Misa, función totalmente sacerdotal
ya que es el Sacerdote, “Ipsus Christus”, quien es la voz de Dios que enseña,
exhorta, fortalece a sus fieles.
Igualmente, siendo Cristo quien se entrega como Sacrificio y como
Alimento, es exclusivamente el Sacerdote, insisto “Ipsus Christus”, quien con
sus manos ungidas ha de tocar y entregar el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la
distribución de la Sagrada Comunión.
Otro aspecto en el que considero que hoy día
existe confusión es en lo que se refiere a la Catequesis, ya que nos
encontramos con una gran deficiencia en la formación de los fieles en general
ya que sabemos que en muchos lugares la catequesis es impartida por seglares de
muy buena voluntad pero mal preparados para tal misión, que corresponde en
primer lugar al Sacerdote, no al seglar, y en todo caso a seglares debidamente
preparados, asesorados y constantemente acompañados por el Sacerdote, que
repito sigue siendo el primer responsable, tal y como nos lo enseña San Pío X,
en su Documento “Acerbo Nimis, II,7, al expresarlo magisterialmente declarando:
“II. EL DEBER PRIMORDIAL DEL SACERDOTE
7. Misión confiada a los pastores de almas.
Puesto
que de la ignorancia de la religión proceden tantos y tan graves daños, y, por
otra parte, son tan grandes la necesidad y utilidad de la formación religiosa,
ya que, en vano sería esperar que nadie pueda cumplir las obligaciones de
cristiano, si no las conoce; conviene averiguar hora a quién compete preservar
a las almas de aquella perniciosa ignorancia e instruirlas en ciencia tan
indispensable. -Lo cual, Venerables Hermanos, no ofrece dificultad alguna,
porque ese gravísimo deber corresponde a los pastores de almas que,
efectivamente, se hallan obligados por mandato del mismo Cristo a conocer y
apacentar las ovejas, que les están encomendadas. Apacentar es, ante todo,
adoctrinar: Os daré pastores según mi corazón, que os apacentarán con la
ciencia y con la doctrina (Ier. 3, 15). Así hablaba Jeremías, inspirado por
Dios. Y, por ello, decía también el apóstol San Pablo: No me envió Cristo a bautizar,
sino a predicar (1 Cor. 1, 17) advirtiendo así que el principal ministerio de
cuantos ejercen de alguna manera el gobierno de la Iglesia consiste en enseñar
a los fieles en las cosas sagradas.
Muy
queridos hermanos, que este Jueves Santo nos anime por tanto a continuar en el
esfuerzo por vivir como verdaderos cristianos que “eucaristizados” por la
acción sacerdotal de la Iglesia, somos capaces de instaurar el Reinado de
Cristo en el corazón de la humanidad, en la familia, en la sociedad civil, en el
campo político, en el campo educativo, en el campo económico, en el campo
profesional, tanto a nivel nacional como internacional.
Y
no nos olvidemos nunca de comprender a los Sacerdotes en su realidad
misteriosa, humana y divina al mismo tiempo.
Oremos por todos los Sacerdotes para que real y plenamente seamos según
el Corazón de Cristo, único Sumo y Eterno Sacerdote. Y orando por las futuras vocaciones
sacerdotales, promovámoslas, permítanme decirlo, incluso con más insistencia
que el mismo matrimonio, porque hay muchos jóvenes que son llamados por el
Señor, pero por el mundo tan materialista y egoísta que les rodea no descubren
ese llamado, y vienen a vivir un matrimonio que no les permite encontrar su
verdadera realización ni su felicidad temporal.
Muchos somos los escogidos por el Señor para vivir la felicidad eterna
de la “Cruz Sacerdotal” para “completar lo que falta a la Pasión del Señor por
el bien de su Cuerpo la Iglesia” (cf.
Colosenses 1:24-25).
Señor,
danos Sacerdotes según tu Corazón capaces de aplicar a todos los que el Padre
Celestial te ha dado los méritos de tu Sacrificio Redentor en la Santa Misa y
toda la Liturgia diaria que algún día nos lleve a todos a participar de tu
Liturgia Eterna y Celestial. Amén.
Pbro. José Pablo de Jesús, o.c.e.