Amor a la Iglesia

DOMINGO 2° DESPUÉS DE EPIFANÍA

18 de Enero de 2015
Romanos 12:6-16; Salmo 106:20-21;
Salmo 148:2; San Juan 2:1-11

Muy Queridos hermanos todos desde y para Jesús Rey:

En las lecturas de esta Liturgia Sagrada el Señor habla al corazón de cada uno, pero también al corazón de su Cuerpo Místico, la Iglesia, de cuya misión siendo nosotros fieles verdaderos somos corresponsables.  Y en este momento hemos de considerar varios aspectos que nos señala el Señor:

Primeramente nos dice que todos y cada uno, cualquiera que sea nuestro lugar en la Iglesia y la sociedad debemos descubrir los dones que SÍ hemos recibido, para ponerlos al servicio de la Gloria de Dios, al servicio del prójimo, viviendo y proyectándonos en y desde el Corazón del Señor Jesús.

Quien se encierra en el engaño de que no tiene dones del Señor, además de que demuestra que no hace verdadera oración diaria, es o bien egoísta o bien perezoso, y por tanto está pecando.

En cambio quien descubriendo con verdad y humildad los dones recibidos del Señor, los pone realmente al servicio del Señor, de la Iglesia, de la sociedad civil, del prójimo que le necesita, está construyendo Iglesia, está construyendo una sociedad capaz de vivir en justicia, en paz, en progreso temporal y espiritual, capaz de caminar no sólo en el tiempo sino también orientada hacia la eternidad en la que nos espera el Señor, para juicio, para castigo o para premio.

En segundo lugar, ¿qué más nos dice el Señor?  Especialmente con el relato de las bodas de Cana, nos recuerda que ÉL está muy presente en toda la realidad de la vida humana, tanto en las alegrías como en las congojas y tristezas, en la salud como en la enfermedad, en los triunfos como en los fracasos, y que si, contando siempre con la intercesión, el consejo, el ejemplo de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, acudimos a ÉL, vivimos y hacemos todo en y por ÉL, todo será para la salvación de la Iglesia y de la humanidad.

Y llegamos ahora a un tema complejo de este relato de las bodas de Cana.  Digo complejo porque muy bien sabemos que muy fácilmente es manipulado por aquellos que desean interpretar el Evangelio bien desde un punto de vista puramente socio-político, bien desde un punto de vista materialista, relativista.  

En cambio, con el Magisterio de la Iglesia, debemos interpretar este pasaje del Evangelio tanto bíblica como teológica y litúrgicamente.  Y así podremos descubrir varias enseñanzas muy concretas.  Jesús le dice a María Santísima:

“Mujer…”  (Jn. 2:4a) 

Conociendo la forma de expresarse el pueblo Judio es un término que indica tanto respeto y amor como solemnidad y seriedad por el momento y circunstancias en que Jesús lo dice: por encima de sus afectos filiales está su propia realidad como Hijo de Dios.  Y luego Jesús continua diciéndole:  

“¿qué nos va a ti y a mí?, aún no ha llegado mi hora”  (Jn. 2:4b)  

No quiere decir que no se interesa por la necesidad temporal de los novios, del ser humano, sino algo muy diferente.  Da a entender que lo más importante para ÉL en todo momento y circunstancia, por encima de lo temporal y material, es cumplir la Voluntad de Su Padre, como ya se lo había insinuado a María misma y a San José:  

“¿Por qué me buscabais?  ¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?”  (San Lucas 2:49) 

como también en su propia oración:  

“Abba, Padre, todo te es posible; aleja de mí este cáliz; mas no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú”  (Marcos 14:36).  

De todo esto podemos concluir una enseñanza para todos:  una medida muy fiel de nuestra Fe es si anteponemos la Voluntad Santísima de Dios tanto a nuestros gustos e inclinaciones como también a las constantes insinuaciones del materialismo y relativismo del mundo.  Y una enseñanza muy directa y clara para nosotros los Sacerdotes es que nuestra misión no es ni comercial ni política ni simplemente social, sino que es directamente vivir la vida misma de Cristo y administrar su Gracia para todos y cada uno de los Fieles que ÉL mismo encomienda a nuestra participación en su Único y Eterno Sacerdocio, muy especialmente por la vivencia de la Liturgia que tiene su punto no único pero sí álgido por su Sacrificio perpetuado en la Santa Misa, siguiendo todos y cada uno el consejo de María Santísima:  

“Haced cuanto ÉL os dijere”  (Jn. 2:5).  
Los sacerdotes celebrando la Santa Misa, los Fieles participando y comulgando…

Y surge ahora otra pregunta: ¿por qué convierte Jesús el agua en vino?  Mucho más allá de la sola satisfacción de una necesidad temporal, que con verdadera caridad hace Jesús para con los recién casados, hay toda una conexión con su Misión salvífica, que ha de encomendar luego a sus Apóstoles, a sus Sacerdotes a lo largo de toda la historia y el mundo entero, al decirnos, en relación ya no con el agua sino con el vino que ha de convertirse en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad para perpetuar su Presencia y su Sacrificio:  

“Este es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía.”  (Lucas 22:19; cf. I Corintios 11:24-25).  

Al convertir el agua en vino está el Señor por tanto haciendo una referencia profética al Sacramento que es Fuente, Centro y Cumbre de toda la vida y misión de la Iglesia y por tanto de cada Fiel Cristiano.

Todo esto, ¿Qué implicaciones tiene para nosotros, para la Iglesia, para el mundo, y en vistas a lo que hemos de ser y hacer en el futuro, tanto próximo como a mediano plazo?  Debo señalar  tres asuntos vitales, íntimamente unidos entre ellos:  nuestra vida cristiana, nuestra oración personal diaria, nuestra vivencia y proyección litúrgica.

Nuestra vida cristiana, vida de Fe, de Esperanza y de Caridad que deben incidir en todos los aspectos: personales, familiares, eclesiales, culturales, sociales, profesionales, económicos, políticos.

Nuestra oración personal diaria, ya que el cristiano que no hace oración personal cada día no puede tener la seguridad de vivir de acuerdo con la Voluntad Santísima de Dios, ni será capaz de cumplir su doble misión:  misión temporal, misión eterna, no se realizará ni como ciudadano ni como Fiel cristiano.  No será capaz de hacerle frente a todo lo que pueda venir en el futuro, sea bueno o sea malo.  Será presa de la falta de sentido de la vida, no sabrá para qué vive.  En cambio el cristiano que hace oración de verdad, más de escucha que de abundancia de palabras descubrirá el qué, el cómo, el cuándo, el dónde, de la Voluntad Santísima del Señor.

Nuestra vivencia y proyección litúrgica, no sólo viviendo en lo personal una auténtica y profunda relación con Dios Uno y Trino al participar en el Culto Litúrgico que se le debe por el Breviario, por los Sacramentos vividos,  y especialísimamente por la Santa Misa como sumergimiento en su Misterio, no “coram hominibus”, sino “Coram Deo”, no como “banquete recordatorio de un sacrificio que ya pasó”, sino como “celebración del único Sacrificio Perpetuo y Salvífico”, no “en unión con un pueblo limitado y con fronteras”, sino “como miembros del Cuerpo Místico de Cristo”, no en “un banquete presidido por un sacerdote”, sino en “el Acto Sacrificial de Cristo, Acto divino, celebrado por su Sacerdote”, no en “un acto humano de un sacerdote que pretende dar a los hombres sólo consuelos, orientaciones y/o beneficios temporales”, sino en “el Acto de Cristo que a través del Sacerdote perdona y vivifica a los Fieles, a quienes al mismo tiempo da lo que necesitan para que, cargando la   Cruz de una verdadera hostificación y oblación de su vida, lleguen a la santidad a la que el Señor mismo les invita.

Vida de virtudes cristianas y de servicio, vida de oración, vida litúrgica. Tres ejes que no pueden faltar en el ser y el hacer de cada cristiano.  Vivámoslos, muy queridos hermanos y hermanas, y así escuchando un día aquellas anheladas y consoladoras palabras del Señor:  

“Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”  (Mateo 25:34)  

para pasar entonces a la eterna y gozosa liturgia en la que exclamaremos aquel solemne:  

“Bendición, gloria y sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fortaleza a nuestro Dios por los siglos de los siglos, amén.”  (Apocalipsis 7:12)



Pbro. José Pablo de Jesús, o.ce.