DOMINGO IV DE
ADVIENTO
22 de Diciembre de 2013
1 Corintios 4: 1-5; Ps. 144: 18 y 21;
San Lucas 3: 1-6
Muy queridos hermanos en Cristo:
El domingo anterior nos preguntábamos cómo hemos de
responder al Señor viviendo conformes a
la corriente del mundo o viviendo a contracorriente. Hoy, ya prácticamente en vísperas de celebrar
la Navidad del Señor, volvamos a analizarnos a nosotros mismos, preguntándonos
para comenzar: esta semana que ha
terminado, ¿hemos vivido de acuerdo a la respuesta que dábamos hoy hace ocho
días?
¿Y por qué insisto en ello? Nos dice San Pablo que entre los
dispensadores lo que se requiere es que sean fieles. Y ciertamente el que es fiel vive
contracorriente. Se hace capaz de cambiar
total, radicalmente, su forma de vivir, sus costumbres, su manera de pensar, su
manera de hablar, su manera de vestir, su manera de descansar, su manera de
trabajar, su manera de relacionarse con los demás en todos los niveles de
relación, desde el familiar, pasando por el cultural y el profesional hasta el
político. Se distingue privada y
públicamente como verdadero cristiano, o sea verdadero discípulo de Aquel que
siendo desde toda eternidad Dios, en el tiempo se hace hombre naciendo como
niño en las condiciones más pobres y sencillas imaginables, en un pesebre,
despojado prácticamente de comodidades y seguridades.
¿Estamos dispuestos realmente incluso a ello, ya no sólo
a vivir contracorriente, sino también a perder las comodidades y seguridades
que el mundo ofrece, con el fin de vivir la Navidad realmente en y desde la
liturgia, en la disposición sincera de afrontar lo que sea para que en este año
litúrgico que hemos iniciado seamos capaces de permitir a Cristo nacer en
nosotros y a través nuestro en el cuerpo de la Iglesia, y así poder presentar
su acción salvífica, su reino ante el mundo que aunque lo rechaza lo necesita? Ante esto, hagámonos otra doble pregunta: ¿Es la Navidad fiesta de alegría? ¿Es la Navidad fiesta de amor? Quien crea que voy a responder negativamente,
no ha conocido ni comprendido a Jesús el Señor.
Porque me refiero no a la alegría fatua, pasajera, falsa,
del mundo, sino que me refiero a la alegría que se experimenta en lo más
profundo del ser cuando la persona se deja llenar por Jesús y se entrega por
completo, como María Santísima en el constante “Fiat”, a la continua acción del
espíritu del Señor, que le transforma en Cristo mismo, hasta poder decir
realmente, como San Pablo:
“Y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en carne, vivo en
la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí”, (Gálatas 2: 20), confirmando
cada uno en su vida lo que ya le pedía Jesús mismo al Padre Celestial: “Yo en ellos y tú en mí, para que sean
perfectamente uno y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como
me amaste a mí” (Juan 17: 23)
Y así mismo, no me refiero al amor que hipócritamente
enseña el mundo, también fatuo, pasajero, muchas veces falso, sino que me
refiero al único amor verdadero, eterno, pleno, el Amor de Dios, que nos
entrega a su Hijo, que haciéndose y naciendo como un niño, en la realidad
humana asumida por la divinidad, Quien lleva ese Amor divino al colmo de
entregarse a sí mismo hasta la muerte en cruz:, da su vida por los suyos. Eso es amor.
Nace para entregarse en la cruz y seguir entregándose en la Victimación
Sustitutiva, su Sacrificio Perpetuo del Altar.
Es así como realmente podemos conocer al verdadero Jesús: no es el Jesús que se contenta con dar bienes
materiales, sentimientos pasajeros, alegrías mentirosas, amores engañosos. Tampoco es el Jesús que se contenta con
enseñar doctrinas, filosofías humanas.
Es el Jesús que se entrega y se nos entrega, y así nos hace uno en ÉL
para sumergirnos en la Verdad Eterna, océano infinito de auténtica realización
del ser humano que cristificándose es capaz de cristificar el espacio y el
tiempo en que vive temporalmente para llegar al Reino Eterno de la Vida, Dios
mismo.
Él se entrega, aprendamos a entregarnos también nosotros
en ÉL, como ÉL, por la purificación y cristificación de la Iglesia, por la
salvación de la humanidad. ÉL es la
Víctima Sustitutiva, seamos nosotros “hostia viva, santa, grata a Dios” (Romanos 12: 1)
Por ello, que esta Navidad sea la “Navidad de la
Adoración, Navidad de la Contemplación, Navidad de la transformación”. Adoración, contemplación, transformación a
imitación y en compañía de María Santísima y de San José, que fueron capaces de
participar en la entrega de Jesús, viviendo ellos mismos su propia entrega en
el constante y luminoso “riesgo de la Fe”, cada uno en la misión que Dios le
daba en toda la historia de la salvación.
Así le daremos Gloria a Dios y la plenitud de Jesús mismo a los hombres
de buena voluntad, con palabra y vida, si fuere necesario hasta el
martirio.
“Sed, en fin, imitadores de Dios,
como hijos amados, y caminad en el amor,
como Cristo nos amó y se entregó por nosotros
en oblación y sacrificio de fragante y suave olor.”