«In hoc signo vinces».
(382) Elija, por favor: ¿martirio o apostasía?
Padre José María Iraburu.
Sacerdote español
–Yo, con perdón, no tengo vocación de
mártir. Y el otro día le oí decir eso mismo a un sacerdote.
–Pues convendrá que vaya usted a la
parroquia y pida que anoten en su acta bautismal: apóstata.
El concilio Vaticano II va y
dice que «a través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder
de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará,
como dice el Señor, hasta el día final» (Gaudium et
spes 37b). La mayoría actual de los bautizados ni se entera siquiera de
que existe esa batalla: están sordos para oír su fragor… Pues bien, en esta «lucha dramática entre
la luz y las tinieblas» (ib. 13b), o elige usted estar con los hijos de la luz por el martirio,
o prefiere unirse por la apostasía a los hijos
de las tinieblas. No hay una tercera opción. Se lo explico a continuación y
usted elija.
I.–Al principio de la Iglesia
–Nuestro Señor Jesucristo fue el primero
de los mártires, en la Cruz del Calvario, y
dió la vocación de mártires a todos los cristianos: «recibiréis el Espíritu
Santo y sereis mis testigos (mártires)» (Hch 1,8). Cristo vino al mundo «para dar testimonio de la verdad» (Jn 18,37), y ésa misma será la vocación y misión de sus discípulos. Por eso de él
nacieron otros muchos mártires, hasta nuestros días.
San Esteban, diácono, es el
primer mártir cristiano (año 34: Hch 6,8-7,60). Años después el rey Herodes manda decapitar a Santiago el Mayor,
hermano del evangelista Juan (año 44: Hch 12,2), y Santiago el Menor, primer obispo de Jerusalén, muere
lapidado (hacia el 62). La primera gran persecución contra la
Iglesia la organizó Nerón, con ocasión del incendio de Roma. Gran número de
cristianos, hombres, mujeres y niños, fueron martirizados en sus jardines
imperiales del Vaticano (64). En ese tiempo mueren mártires San
Pedro y San Pablo (64-67).
–Los Protomártires de Roma dieron para todas las Iglesia la primera exégesis viva,
absolutamente fidedigna, de aquellas palabras de Cristo enormes, tremendas,
enigmáticas:
«Si el mundo os odia, sabed que me odió a
mí primero que a vosotros… Si me persiguieron a mí, también a
vosotros os perseguirán» (Jn 15,18-20).«El que quiera venir detrás de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada
día y sígame. Porque quien quiera salvar su vida la perderá, y quien
perdiere su vida por mi causa la salvará» (Lc 9,23-24). «Cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi
discípulo»(14,33): ha de renunciar «aun a su propia vida» (14,26).
Conocemos bien esta persecución
mortífera que la Iglesia de Roma sufrió en el año 64 por los relatos del papa
San Clemente, cuarto obispo de Roma (88-97) y del senador e historiador romano
Cornelio Tácito (55-120).
San Clemente Romano, en su I Carta a los Corintios, pone como ejemplo la fidelidad
a Cristo de los cristianos de Roma en la persecución
desencadenada contra la Iglesia por el emperador Nerón, después
del incendio de la ciudad de Roma.
«A estos hombres [Pedro y Pablo], maestros de una vida santa, vino a agregarse una gran multitud de
elegidos que, habiendo sufrido muchos suplicios y tormentos, se han
convertido para nosotros en un magnífico ejemplo… fueron
perseguidas muchas mujeres que,… sufriendo graves y nefandos
suplicios, corrieron hasta el fin la ardua carrera de la fe y, superando la
fragilidad de su sexo, obtuvieron un premio memorable… Todo esto,
carísimos, os lo escribimos no sólo para recordaros vuestra obligación, sino
también para recordarnos la nuestra, ya que todos nos hallamos en la misma
palestra y tenemos que luchar el mismo combate… Fijémonos
atentamente en la sangre de Cristo y démonos cuenta de cuán valiosa es a los
ojos de Dios y Padre suyo, ya que, derramada por nuestra salvación, ofreció
todo el mundo la gracia de la conversión».
Tácito, Cornelio, historiador, cónsul, senador, describe fríamente la persecución neroniana
que sufrieron los cristianos. «Se empezó a detener abiertamente a los
que confesaban su fe; luego, por las indicaciones que éstos dieron, a toda una
ingente muchedumbre» (Anales XV, 44).
Describe las mayores injusticias, atropellos y atrocidades sin objeción alguna.
Más bien expresa en su relato el inmenso desprecio que los cristianos le
merecen, empleando al hablar de ellos en el texto aludido las más odiosas
palabras: «ignominias», «execrable superstición», «atrocidades y
vergüenzas», «odio al género humano», «culpables», «merecedores del máximo castigo»… Y tampoco se avergüenza de decir:
«A su suplicio se unió el escarnio, de
manera que perecían desgarrados por los perros tras haberlos hecho cubrirse con
pieles de fieras. O bien clavados en cruces, al caer el día, [untados de brea] eran quemados de manera que
sirvieran como iluminación durante la noche». Fueron tales
los tormentos que llegaron a suscitar compasión y horror en el mismo
pueblo romano. «Entonces –sigue diciendo Tácito– se manifestó un sentimiento de piedad, aun tratándose de gente
merecedora de los más ejemplares castigos, porque se veía que eran eliminados
no por el bien público, sino para satisfacer la crueldad de un individuo», Nerón. Y la persecución no terminó en aquel fatal verano del 64, sino que continuó hasta el año 67.
* * *
–Casi todos los Papas en los tres
primeros siglos fueron mártires. De los 31 Obispos que hubo en Roma hasta la conversión del emperador
Constantino (312-337), 25 murieron mártires. Solamente 6, que señalo en cursiva –aunque también fueron perseguidos, por supuesto– no fueron mártires. Quien aceptaba ser el Sucesor de
Pedro y Vicario de Cristo en la tierra ya sabía que muy
probablemente iba a ser prontamente asesinado. Por ello, todos fueron mártires,
al menos espiritualmente. Y todos fueron santos.
+San Pedro (+67). –San
Lino (+76). +San Anacleto (+88). +San Clemente
I (+97). –San Evaristo (+105). –San
Alejandro I (+115). –San Sixto I(+125). +San
Telesforo (+136). +San Higinio (+140). +San Pío I
(+155). +San Aniceto (+166). +San Sotero (+175). +San
Eleuterio (+189). +San Víctor I (+199). +San Ceferino
(+217). +San Calixto (+222). +San Urbano (+230). –San
Ponciano (+235). +San Anterus (+235). +San Fabián
(+250). +San Cornelio (+253). +San Lucio I
(+254). +San Esteban I (+257). +San Sixto II (+258). –San
Dionisio (+268). –San Félix I (+274). +San
Eutiquiano (+283). +San Cayo (+296). +San Marcelino
(+304). +San Marcelo I (+309). +San Eusebio (+309). Con la
conversión del emperador Constantino (312-337) cesan las persecuciones y logra
la Iglesia la libertad civil.
* * *
De los datos precedentes, que son
ciertos, se deducen tres consecuencias fundamentales.
1. La Iglesia, durante
sus primeros tres siglos, no tiene ninguna viabilidad histórica como sociedad
religiosa. Está formada por innumerables comunidades, presentes en todo el Impero,
pero es diezmada por las persecuciones con frecuencia, y concretamente su
Presidente supremo, el Obispo de Roma, casi siempre muere asesinado. Lo
que también es muy frecuente en los demás Obispos y miembros principales de las
Iglesias.
2. El pueblo cristiano
no se escandaliza ni se desanima ante esta realidad tan terrible. No se hallan quejas ni lamentos pesimistas en los primeros escritos
cristianos. Por el contrario, las Actas de los mártires,
concretamente, vienen a ser partes de victoria, sorprendentes por su esperanza
y alegría. Todos ven como «lo más normal» las terribles y al parecer
inacabables persecuciones, pues todos saben muy bien, como ya recordamos al
principio, que han sido claramente anunciadas por Jesucristo, el Mártir
primero. Puede decirse que tal convicción es entonces decultura general entre
los cristianos, no sólo por fe en la profecía del Maestro, sino por la
experiencia histórica. Quienes en tales condiciones entran por la puerta
estrecha de la Iglesia ya saben que «renuncian al mundo», a toda prosperidad
temporal, y que van a «perder la vida» para salvarla.
3. En ese tiempo la
Iglesia crece y se extiende más y más por todo el Imperio, confirmando así la palabra de Cristo: «En verdad, en verdad
os digo que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo;
pero si muere, llevará mucho fruto» (Jn 12,24).
En el año 197 escribe Tertuliano: «La sangre [de los mártires] es semilla de los cristianos» (sanguis martyrum
semen christianorum: Apologeticum50,13). Por ese mismo tiempo se escribe en una carta de autor anónimo al pagano
Diogneto: «¿No ves cómo [los cristianos] son arrojados a
las fieras para obligarles a renegar de su Señor, y no son vencidos? ¿No ves cómo, cuanto más se los castiga de muerte, en mayor cantidad
aparecen otros? Eso ya se ve que no es obra de hombres; eso pertenece al poder de
Dios; eso son pruebas de su presencia» (VII,78). Por esos años también, Hipólito Romano escribe durante la persecución de
Septimio Severo, que un gran número de hombres, atraídos a la fe por medio de
los mártires, se convertían a su vez en mártires (cf. Com. sobre
Daniel II, 38).
* * *
¿Por qué el Imperio
Romano persigue a muerte a los cristianos, teniendo en el
Derecho romano un conjunto de leyes tan justas, y albergando el Imperio dentro
de sus inmensas fronteras una gran diversidad de pueblos, cuyas leyes y
religiones toleraba sin dificultad alguna?… Fueron muchas las causas.
Las comunidades cristianas confesaban un Dios único, Señor de
todas las naciones, negando de este modo a los dioses romanos y a cualquier
otra religión. Por su continua actividad misionera trataban de difundir en todo
el mundo la fe en Jesucristo, como único Salvador de la
humanidad, y predicaban todas sus enseñanzas como los únicas verdaderas en
medio de un bosque de errores y mentiras.
Los cristianos denunciaban con su
testimonio y también con su palabra los vergonzosos pecados que invadían a los
hombres de su tiempo, que habían llegado a ver los peores vicios como excelsas
virtudes (Rm 1). Se negaban a participar en los cultos
del Imperio: preferían la muerte, antes que quemar unos granitos de incienso
ante la estatua del emperador divinizado. Y aunque en nada accidental se
distinguían de sus contemporáneos, y eran los más cumplidores de las leyes, se
diferenciaban claramente de la sociedad vigente, porque no admitían en
absoluto abortos o infanticidios, divorcios, concubinatos y adulterios,
espectáculos indecentes y crueles, y se distanciaban incluso de costumbres por
todos aceptadas, como las termas… Y para colmo, en todo el Imperio
se multiplicaban en una cantidad alarmante. El pueblo, estimulado por los
políticos y los intelectuales, fue creando siniestras calumnias, que hacían ver
a los cristianos como «un pueblo miseriable y odioso».
Entrar por la puerta estrecha bautismal
en la comunidad cristiana venía a ser una auto-condena a perpetuidad, al menos en algunas regiones del Imperio… Era «perder la vida» por amor al Salvador único del mundo… La «renuncia al mundo» (apotaxis) que el cristiano profesaba en los ritos del Bautismo iba en serio: no era
sólo una frase de signficado puramente espiritual… La condición de
ciudadano tolerado, proscrito pero tolerado, era permanente. Las grandes persecuciones
extremas –exilios, cárceles, trabajos en las minas, tormentos, fieras, muertes–, no eran continuas; pero que en cualquier momento, en cualquier región del
Imperio, a veces por circunstancias mínimas, se podían desencadenar. Y se
desencadenaban. Y aun así seguía imparable el crecimiento de la Iglesia, como
lo testimonia Tertuliano (160-220):
«Somos de ayer y ya hemos llenado el orbe
y todas vuestras cosas: las ciudades, las islas, los poblados, las villas, las
aldeas, el ejército, el palacio, el senado, el foro. A vosotros sólo os hemos
dejado los templos» (Apologético 35).
Este crecimiento incontenible del
cristianismo es visto por el Imperio como una amenaza invasora de
incalculables peligros, y decide acabar con la Iglesia antes de que sea tarde.
Así lo intentan con especial inteligencia y crueldad los emperadores de la
segunda mitad del siglo III (por ejemplo,
Decio 251-253, Valeriano 253-260, Diocleciano 284-305)… Todo inútil. Finalmente la Iglesia vence al mundo precisamente porque
está aferrada a la Cruz de Cristo: «in hoc signo vinces». Cesan las persecuciones y logran
definitivamente los cristianos su libertad cívica (Constantino 312-337).
Suele decirse, en otro orden de cosas,
en el de la guerra terrorista, que «contra un suicida no hay
modo de defenderse». Eso viene a ser lo que finalmente
entendió el Imperio en su combate contra la Iglesia: que acabar
con el cristianismo, persiguiendo a hombres y mujeres que no temían perder
la vida con tal de seguir unidos a Cristo, era tarea imposible.
II.–En la Iglesia actual
Tres datos fundamentales.
1. La Iglesia de
nuestro tiempo ha tenido innumerables mártires. De los 40 millones de mártires habidos en toda la historia de la Iglesia, cerca
de 27 millones son del siglo XX (Symposium «Testigos de la fe en el s. XX, Roma 2000). Es muy difícil en tal asunto hacer una estadística segura.Antonio Socci,
en el libro I nuovi perseguitati (2002), estima en 70 millones los cristianos mártires,
de los cuales 45 millones (el 65%) serían del siglo XX. Y a la vez:
2. En veinte siglos de
su historia, la historia de la Iglesia nunca ha tenido una cantidad de
apostasías comparable con el actual, tanto en número como en extensión. No
pocas Iglesias locales se han visto reducidas en no muchas décadas a la mitad o
a un quinto de lo que eran. Incontables cristianos han apostatado de
la fe en Cristo, quizá sin enterarse. Despreciando
los mandamientos del Señor, han aceptado el sello de
la Bestiaen su frente y en su mano –en el pensamiento y la
acción– (Ap 13,16-17). Se han alejado masivamente de la Eucaristía, y aún más de
la Penitencia. Es decir, han abandonado la unión sacramental con
Cristo y la vida de la gracia. No pueden ya, en estas condiciones,
vivir la vida cristiana, ni mucho menos transmitirla a sus hijos.
3. La persecución del
naturalismo liberal y relativista contra la Iglesia es en nuestro tiempo mucho
más fuerte y eficaz que la de los primeros siglos. El Imperio romano era para los cristianos un perro de mal
genio, con el que se podía convivir a veces, aunque en cualquier momento podía
morder, comparado con el león terrible
del Mundo moderno apóstata: éste pretende destruir
la Iglesia física y espiritualmente, desde fuera y
desde dentro. Y es lógico que así sea: corruptio optimi pessima.
El Imperio romano perseguía sobre todo
los cuerpos por la violencia. Pero el Mundo actual apóstata, usando
más la seducción que la fuerza, procura la
destrucción de la Iglesia por la corrupción de las almas, por el
engaño de la mentira, por la estimulación multiforme del pecado, per la
destrucción del matrimonio y de la familia, por la depravación de niños,
adolescentes y jóvenes, por la sistemática negación de Dios y de
la vida eterna. La apocalípticaBestia anti-Cristo del mundo
moderno, guardando cierta discreción en los modos, persigue implacablemente
todo lo cristiano con la complicidad poderosa de los Grandes
Organismos Internacionales.((( http://infocatolica.com/blog/reforma.php/1009291100-108-catolicos-y-politica-xiii-11 )))
* * *
La evitación sistemática del martirio,
que ha llevado a la apostasía, tiene hoy en el interior de la
Iglesia dos causas fundamentales: elsemipelagianismo y el horror
a la Cruz. Hay muchas otras causas, pero quiero fijarme ahora en estas dos, porque
son quizá las que más desvirtúan el cristianismo en no
pocos cristianos practicantes. De los alejados, no digo
nada: mundanización total, pelagianismo, agnosticismo, apostasía…
1. El semipelagianismo
La evitación sistemática del martirio
procede del pelagianismo o del semipelagianismo, y ha producido
la apostasía de Occidente. Cualquier forma
pelagiana o semipelagiana de entender
el cristianismo excluye por principio la Cruz de Cristo, es decir, el martirio. Y ésta ha sido la causa
principal de la ruina de la Iglesia en las antiguas naciones, ricas
hoy y poderosas, de antigua filiación cristiana.
–Los católicos
teocéntricos, esto es, los católicos, como discípulos humildes de Jesús, saben
que todo el bien es causado por la gracia de Dios, y que los
hombres colaboran en la producción de ese bien, dejándose mover libremente por
la moción de la gracia: es decir, se mueven movidos por la
gracia divina. Dios y el hombre se unen así en la
producción de la obra buena como causas subordinadas, en la que la
principal es Dios, y la instrumental y secundaria el hombre. Así
pues, los cristianos fieles a la Voluntad de
Dios se mueven movidos por ella, incondicionalmente, sin cálculos humanos
de eficacias previsibles.
Por eso, al combatir el mal y al
promover el bien bajo la acción de la gracia, no temen verse marginados, encarcelados o muertos. Llegada la persecución –que en uno u otro modo es continua en el mundo–, ni se les pasa por
la mente pensar que aquella fidelidad martirial, que pueda traerles desprecios,
marginaciones, empobrecimientos, desprestigios y disminuciones sociales o
incluso la pérdida de sus vidas, va a frenar la causa del Reinoen este
mundo. Muy al contrario, están ciertos de que la docilidad
incondicional a la gracia de Dios es lo más fecundo para la
evangelización del mundo, aunque eventualmente pueda traer consigo
proscripciones sociales, penalidades y muerte. Están, pues, prontos para el
martirio.
–Los católicos antropocéntricos, por el contrario, han segregado en los últimos siglos un falso
cristianismo, que ignora la primacía de la gracia, la primacía
absoluta de la voluntad salvífica de Dios –tan desconcertante a
veces en su providencia: la Cruz–. Muchos de ellos piensan que, en definitiva, la obra buen procede solo de
la fuerza del hombre (pelagianismo), o a lo más que procede en
parte de Dios y en parte del hombre (semipelagianismo),
que actúarían así como causas cordinadas.
En esta perspectiva voluntarista se comprende
perfectamente que los cristianos, tratando de proteger la parte suya
humana, no quieran perder la propia vida o ver disminuída su fuerza y
prestigio; más aún, estiman que Dios «no puede querer» hacer unos bienes que impliquen en los fieles marginación,
persecución o muerte, pues esta disminución de la parte humana debilitaría
necesariamente la obra de Dios en el mundo. Nunca, en ninguna
circunstancia, será conveniente que el hombre se arranque el ojo, la mano o el
pie, para no pecar, para ser más dócil a la gracia, y más eficaz en su acción
(Mc 9,43-48).
En consecuencia, rehuyen el
martirio en conciencia, como sea, en cualquiera de sus formas.
Procuran por todos los medios estar bien situados y considerados en el mundo,
aunque esto exija hacerse más o menos cómplices, al menos pasivos, de las
abominaciones mundanas. Así, estando a bien con el mundo, podrán servir mejor
al Reino de Dios en la vida presente. Esperan que, «salvando su vida» en este mundo, conseguirán que su parte
humana colabore mejor y más eficazmente con la parte
de Dios en el servicio al Reino.
Según esto, la Iglesia y cada
cristiano deben evitar cualquier enfrentamiento con el mundo, eludiendo toda actitud que pueda desprestigiar elEvangelio ante los
mundanos, o dar ocasión a persecuciones, pues lógicamente
una Iglesia perseguida y mártir, debilitada su fuerza humana, no
podrá co-laborar eficazmente con Dios en la causa del Reino. Por
tanto, todo aquello que es una pérdida de influjo social, de posibilidad de
acción, de imagen atrayente, es una miseria, no tiene gracia alguna.
El martirio es malo para todo, incluso para la salud… Así piensan bajo el influjo del Padre de la Mentira.
La Iglesia voluntarista,
puesta en el mundo en el trance del Bautista, se dice a sí misma: «no le diré la verdad al rey, pues si lo hago, me cortará la cabeza, y sin
ella no podré seguir evangelizando. Yo debo proteger ante todo el ministerio
profético que Dios me ha confiado». ¡Cuántos Obispos, párrocos, teólogos, padres de familia, políticos,
profesores, misioneros, laicos comprometidos y feligreses de toda índole
piensan y actúan así! Por el contrario, sabiendo que
la salvación del mundo la obra Dios, la Iglesia,
la Iglesia verdadera de Cristo, dice y hace la verdad, sin miedo
a verse pobre y marginada. Y entonces es cuando, sufriendo persecución,
evangeliza al mundo y crece más y más: «no te es lícito tener
la mujer de tu hermano» (Mt14,1-12).
2. El horror a la Cruz
Los cristianos, buscando eficacias y
sobre todo escapándose de la Cruz, afectados de pelagianismo
o semipelagianismo, por su camino razonable, van llegando poco a poco, casi
insensiblemente, a silencios y complicidades con el mundo cada vez
mayores. Lo vemos en una de sus formas más escandalosas en muchos «políticos católicos» –mucho más políticos que católicos–, absolutamente estériles para la causa
de Cristo. No les vale el modelo de Cristo o del Bautista.
Ellos quieren guardar la cabeza sobre sus hombros, y conservar su escaño… Cesa entonces la evangelización de los pueblos, de las instituciones
y de la cultura. ¡Y así actúan quienes decían estar
empeñados en impregnar de Evangelio todas las realidades temporales!… No será raro así que al abuelo, piadoso semipelagiano
conservador, tenga un hijo pelagiano progresista; y es incluso
probable que el nieto baje otro peldaño, y llegue a la
apostasía.
Cuando el bien y el mal son dictados por
la mayoría, el martirio aparece como una opción morbosa, excéntrica,
opuesta al bien común, insolidaria con la sociedad general.
Los cristianos semipelagianos – «¡por amor a la Iglesia!», cuidado–, también los que son Obispos, no quieren de ningún modo que se
debilite la parte humana con la que pretenden colaborar con el Salvador:
en pastoral, misiones, ecumenismo, política, cultura, enseñanza, educación, sanidad,
etc. Se callan, o hablan, pero bajito, se disfrazan y pasan por lo que
sea «para no ser perseguidos [ni ellos ni el rebaño que se les ha
confiado] por la cruz de Cristo» (Gál 6,12). Es decir, insisto: «por amor a la Iglesia» (sic).
Reconozcamos que este grave error es con
frecuencia en buenos cristianos inculpable, porque sufren una «ignorancia invencible», invencible de hecho para ellos: nadie
les ha dicho la verdad evangélica del martirio. Pero otras veces es culpable,
cuando se avergüenzan del Evangelio y del Magisterio apostólico: silencios
clamorosos, complicidades con el poder político y cultural perverso, todo
justificado por el conflicto de valores, la moral de actitudes, el
situacionismo, la opción por el mal menor, el consecuencialismo, etc.
El horror a la Cruz ha llegado a expresarse en teología y espiritualidad: «Dios nos quiso la cruz de Cristo», «El Padre celestial no necesita para perdonar a sus hijos verlos afligidos
por penalidades voluntarias», etc. Los santos de nuestro
tiempo han conocido la perversidad de estas doctrinas.Edith Stein, Santa
Benedicto de la Cruz, escribe: «Los seguidores del Anticristo… deshonran la imagen de la cruz y se esfuerzan todo lo posible para arrancar la cruz del corazón de los cristianos. Y muy frecuentemente lo consiguen,
incluso entre los que», etc. (Exaltación de la Cruz, meditación 14-IX-1939).
Según esta visión, obran en contra
del Reino de Dios en este mundo el obispo, el rector de una escuela o de
una universidad católica, el político cristiano, el párroco en su comunidad, el
teólogo moralista en sus escritos, el cristiano laico, todos los que dan
testimonio fuerte de la verdad natural y revelada; y más aún, que combaten
contra las mentiras y pecados del mundo: son cristianos impresentables,
que no están a la altura de su misión, y con lo que dicen o hacen ocasionan
a la Iglesia desprecios y persecuciones del mundo.
Este tipo de cristianos, con sus
palabras y obras, es evidente, son los que más dificultan las conversiones, y
quienes más causan la división dentro de la Iglesia. Deben, pues, ser
silenciados, marginados o retirados por la misma Iglesia. Aunque
lo que digan y hagan sea la verdad y el bien, aunque sigan al más puro
Evangelio, aunque guarden perfecta fidelidad a la tradición católica, aunque
actualicen lo que dijeron e hicieron los santos que la Iglesia pone como
modelos… En fin, aunque resulte duro, en necesario frenarlos,
silenciarlos, neutralizarlos: no queremos mártires. En la vida de la Iglesia los mártires
son un lastre, una vergüenza, un desprestigio. No deben ser tolerados, sino
eficazmente reprimidos por la misma Iglesia. Elíjanse Obispos tolerantes,
promuévanse teólogos y políticos «abiertos» al mundo de su
tiempo, eviten todos cualquier forma de radicalismo evangélico que enfrente a
la Iglesia con el Mundo…
¡Qué ceguedad!…«Adúlteros, ¿no sabéis que la amistad con el
mundo es enemistad con Dios? Si alguno quiere ser amigo del
mundo, se hace enemigo de Dios» (Sant 4,4). Estos cristianos
insensatos piensan que la Iglesia evitadora del martirio, la que «guarda su vida», la que se hace amiga del mundo, la que
por fin se reconcilia con él, será una Iglesia próspera, moderna, mucho más
atractiva, y más alegre también. Pero es todo lo contrario. Lo podemos
comprobar ampliamente por la experiencia. Los mártires son alegres y
los apóstatas son tristes. Los mártires hacen crecer la Iglesia. Los
apóstatas manifiestos, y quizá más los encubiertos, la hacen estéril, la
falsifican, y donde estén, acaban con ella.
* * *
Final
–Hoy los cristianos
fieles a Cristo son mártires del mundo y también mártires de aquella Iglesia
local descristianizada en donde la providencia del Señor
les ha dado vivir. Los fieles de Misa dominical, oración y
sacramentos, apostolado y espíritu de pobreza (no gastos superfluos, para poder acordarse de los pobres y de la Iglesia), castidad juvenil y conyugal (no anticonceptivos), que «no se configuran a este siglo», es decir, al pecado del mundo (lujo, culto al cuerpo, a la riqueza, al poder político, impudor en vestir,
espectáculos, ocasiones próximas de pecado, malas doctrinas y costumbres, uso
abusivo de los medios de comunicación, etc.), sino que, por el
contrario, procuran «transformarse por la renovación de la
mente, procurando conocer cuál es en todo la Voluntad de Dios» (Rm 12,2), son doblemente mártires,
pues sufren la persecución del mundo y la de su Iglesia local. Por supuesto, la
más dolorosa es la persecución que sufren de la Iglesia.
–Una oración primero
«Oh Dios, que muestras la luz de tu
verdad a los que andan extraviados, para que puedan volver al buencamino,
concede a todos los cristianosrechazar lo que es indigno de este
nombre y vivir cuanto en él se significa» (Or. dom. XV).
–Y ya, la elección
¿Martirio o apostasía? La santísima Trinidad y la Virgen, todos los ángeles y santos del cielo, y
también, sin saberlo, los cristianos de la tierra, están atentos a lo que usted
decida: ¿Martirio o apostasía? Elija, por favor.
José María Iraburu, sacerdote
Post post.– Estas cuestiones
pueden verse más desarrolladas en otros escritos míos, como cuando trato en
este blog del pelagianismo (56, 59, 60) y del semipelagianismo (61-65), y concretamente en (63) Voluntarismo semipelagiano-III. Más ampliamente expongo el tema en mis
libros El martirio de Cristo y de los cristianos (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2003, 156 pgs.) y en De Cristo o del mundo (ib. 3ª ed. 2013, 233 pgs.). Muy recomendable es la obra clásica de Paul Allard, Diez lecciones sobre el martirio (ib. 2000).